Por Elsie
Betancourt
Cuando trataba de darle forma a esta reflexión, me
preguntaba: ¿por qué sentimos esa necesidad de estar en todo, “ser eficientes”,
“aprovechar el día”, “no perder el tiempo”? ¿Vale la pena arrastrar con esa
pila de dolencias —fatiga crónica, ansiedad, insomnio— solo por cumplir con
todo? ¿Por optimizar el rendimiento e ignorar al cuerpo cuando protesta?
A mí me pasa con frecuencia. Por convicción, no
abandono el ejercicio: lo considero una herramienta esencial para, a medida que
envejecemos, mejorar la salud física y mental, reducir el riesgo de
enfermedades crónicas y preservar la independencia, la movilidad y, sobre todo,
el buen ánimo.
Trato de ser coherente y empiezo el día haciendo ejercicio, ya sea jugando tenis o en el gimnasio, porque trabajo desde temprano. Confieso que a veces siento flojera para levantarme, pero mi determinación —y el llanto de mis gatos queriendo comer— me empujan fuera de la cama. En otras ocasiones, cuando me despierto realmente cansada, decido hacer un pare. Descanso. Porque me lo merezco. Como un acto de resistencia consciente, le doy al cuerpo lo que necesita antes de que se apague. Porque estar todo el día cansado tampoco contribuye a la productividad mental.
En las distintas franjas de edad, hay diversas realidades. Los más pequeños, por ejemplo, deberían tener más tiempo para aburrirse, sin tantos horarios ni estructuras. Pero como deben ir al trote de sus padres, muchas veces se les llena el tiempo con cosas para suplir la ausencia (la de los padres). Todos sabemos que el juego es fundamental para su desarrollo integral, no sólo como diversión, sino como herramienta para el aprendizaje, la creatividad, el bienestar emocional y la capacidad de resolver problemas. No soy psicóloga, pero sí madre de hijos bien formados.
Siguiendo con estas tendencias, muchos padres jóvenes se levantan a las 5 a. m., hacen ejercicio, llevan a los hijos al colegio, trabajan 9 horas, tienen proyectos personales, redes sociales, salen con amigos... ¿Quién paga el precio de todo eso? Lo paga el cuerpo, que se convierte en el último en ser escuchado. Y el agotamiento se vuelve la norma.
Los que ya somos mayores enfrentamos otros
desafíos: enfermedades de familiares, pérdidas de seres queridos, preocupaciones
distintas. En ese contexto, el ejercicio, el trabajo, las actividades y la
socialización pueden ser una válvula de escape para evitar el deterioro
emocional. Pienso que la mente no hay que dejarla languidecer. Al contrario: si
nos despertamos a las 5 —o antes—, también debemos dejar dormir el alma. Porque
no solo el cuerpo necesita descanso, también lo necesita el espíritu.
Cuando hablo de actividad física, sobre todo para
los mayores, no me refiero a rutinas extenuantes. Una cantidad moderada puede
traducirse en grandes beneficios: caminatas, subir escaleras, moverse un poco
cada día. Siempre, por supuesto, con el visto bueno de un médico.
No se trata de hacer menos, sino de hacer espacio
para escucharnos. Porque, si no lo hacemos, el cuerpo hablará. Y no siempre en
voz baja.
No seamos
productivos, exitosos… y cansados. Seamos productivos, exitosos y
conscientemente descansados…
Nerea6@yahoo.com